sábado, 16 de octubre de 2010

VARGAS LLOSA Y EL PREMIO NOBEL Por Jorge Rendón Vásquez

¿Merecía Vargas Llosa el Premio Nobel de literatura?
Para la derecha y su prensa, sí, con estruendosa algarabía y fanfarria. Para el jurado calificador de la Academia Sueca, cuyo modo de pensar político no difiere mucho de aquélla, por supuesto que sí también. Según el testamento de Alfred Nobel, este premio ha de conferirse “a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura”. El juicio de los demás es necesariamente subjetivo y podría basarse en los siguientes razonamientos: tengo la misma ideología que ese novelista, por consiguiente apruebo el Premio Nobel para él; los más grandes medios de comunicación dicen que es el más importante novelista actual de habla española (debieron decir castellana, pero importa poco para ellos este desliz), luego estoy de acuerdo; los críticos literarios de los periódicos y revistas de gran circulación lo califican como un extraordinario novelista, y no pueden equivocarse; no he leido casi nada de ese novelista o no he comprendido la novela que leí de él, pero como todos dicen que es maravilloso, yo me adhiero a ese parecer. El juicio soi disant sincero y entendido de unos pocos no tiene cabida en este maremagnum apabullante.
En suma, hay una línea directriz en la opinión general difundida desde los centros de control ideológico de la economía, la política y la cultura: el Premio Nobel tenía que ir a un escritor que es ahora al mismo tiempo un emblemático y furioso apologista del liberalismo económico y confaloniero de la cruzada contra los gobiernos nacionalistas, populares y, sobre todo, críticos del capitalismo. Parodiando la expresión del Secretario de Estado de Franklin D. Roosevelt, Cordell Hull, refiriéndose a Anastasio Somoza, cuando éste fue a Washington en 1939, los directores del liberalismo mundial, los Think Tanks, podrían decir: “Vargas Llosa será un rabioso liberal, pero es nuestro rabioso liberal”.
La historia de los premios Nobel de literatura demuestra que el criterio para adjudicarlo se ha apartado en muy pocos casos de su inclinación tradicional, exacerbada por la Guerra Fría. De ciento ocho premios acordados desde 1901 hasta 2010, sólo seis correspondieron a escritores de extraordinario talento y críticos en cierta medida del sistema capitalista. Fueron Romain Rolland, 1915; George Bernard Shaw, 1925; Sinclair Lewis, 1930; John Steinbeck (el de las Uvas de la ira) 1962; Jean-Paul Sartre (que se negó a recibirlo), 1964; Miguel Angel Asturias, 1967; y José Saramago, 1998.
La mayor parte de los demás novelistas premiados no ha trascendido. Contrariamente, hubo importantes novelistas por su espléndida prosa, mensaje social crítico o ejemplaridad, a quienes jamás la Academia Sueca atribuyó alguna opción, como León Tolstoy, Emile Zola, Marcel Proust, Henry James, James Joyse, Franz Kafka, David Herbert Lawrence, Dashiell Hammet, Howard Fast, Roger Vailland, André Malraux, Ciro Alegría y Jorge Amado.
En comparación con muchos otros novelistas galardonados con el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa posee méritos de sobra para recibirlo. Es también uno de los más relevantes novelistas actuales de habla castellana a la que, al parecer, le tocaba ya el turno este año. (Camilo José Cela lo obtuvo en 1989 y Octavio Paz, quien fue poeta y ensayista, en 1990).
Mario Vargas Llosa se entregó desde muy joven al aprendizaje de las técnicas narrativas con una pasión de fundamentalista y una constancia de artesano medioeval, y le dio resultado.
La ciudad y los perros (1962) es ya una excelente novela desde el punto de vista técnico, aunque su fondo sea falaz y su mensaje de una amarga protesta contra el autoritarismo militar que disfrazaba su rebeldía contra la autoridad de su padre quien recién se acordó de él cuando tenía diez años.
La novela más lograda de Vargas Llosa parecería ser La Casa Verde (1966), madura, bien construída y de un estilo diáfano.
En Conversación en La Catedral (1969), Vargas Llosa se mete de lleno en la novela experimental y juega con la yuxtaposición de escenas de espacios y tiempos distintos en un mismo párrafo. Sus técnicas aquí se han perfeccionado. Pero su visión es la de un burgués limeño blanco, personificado por Zavalita, quien no puede ocultar su aversión por sus compañeros de estudios de la Universidad de San Marcos, mestizos, provincianos, rebeldes y, para él ilusos, y se dedica a observar la vida y andanzas de su familia, que con otras tanto o más ricas hacen la política peruana, comentándola años después, cuando sus padres han perdido su fortuna y él tiene que trabajar en un periódico, con el chofer moreno de su padre en un bar de mala muerte llamado La Catedral. El mensaje sigue siendo pesimista. No hay salvación para la realidad a la que el protagonista pertenece, apostrofada desde la primera página. “¿En qué momento se había jodido el Perú. […] Él era como el Perú. Zavalita se había jodido en algún momento. […] Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: No hay solución.” Vargas Llosa (Zavalita) no tiene más camino que irse al extranjero, se instala en Paris y se salva. Veinte años después retorna al Perú, como candidato a la Presidencia de la República y adalid del neoliberalismo, a salvarlo. Pero las mayorías mestizas e indias le dan la espalda. Su cólera se vuelca, entonces, en su novela Lituma en los Andes (1993) en la que los pobladores de un apartado rincón de la Sierra se banquetean con carne humana en orgías secretas.
Lo que viene después de Conversación en La Catedral le sale porque tiene que escribir, con un manejo más fácil de las técnicas narrativas y cierta ironía en algunas de sus obras. La Fiesta del Chivo  (2000) aspira a ser la gran novela crítica de Latinoamérica. Describe bien la podredumbre de esa dictadura, pero calla discretamente que la muerte del Chivo fue un operativo de la CIA. Vargas Llosa, peruano, tiene que buscar otra realidad, no la de su país, cuyas familias plutocráticas controlan los engranajes del poder político, explotan a las grandes mayorías sociales, crean también dictadores cuando los necesitan y discurren con naturalidad en la ciénaga de la corrupción. Sería para él, liberal, un acto contra natura retratarlas en una novela.
No hay una escuela literaria inaugurada por Vargas Llosa, y no tiene, en consecuencia, seguidores, sino admiradores. Los periódicos le dedican páginas enteras. Varias universidades lo han hecho doctor honoris causa. En Lima y Arequipa hay salas y locales que llevan su nombre. Después de todo es un gran honor para un país en vías de desarrollo cultural, como el Perú, contar con un premio Nobel aunque, como Mario Vargas Llosa lo dijera alguna vez, nació en el Perú por accidente.

Jorge Rendón Vásquez

martes, 12 de octubre de 2010

Contra la escritura letrada de Vargas Llosa

11-10-2010


No creo que el Premio Nobel de literatura o los premios literarios en general tengan ninguna legitimidad. No me interesa por tanto discutir si el premio Nobel de literatura a Vargas Llosa es justo o injusto, es simplemente tan arbitrario como todos los demás. Lo que me interesa explorar es el modo en el que amplios sectores de izquierda parecen asumir explícita o implícitamente que Vargas Llosa es un intelectual orgánico de la internacional neoliberal conservadora, un esbirro del imperio y, al mismo tiempo, el autor de algunas novelas de indudable valor literario. Algunos son incluso más específicos y añaden que sus mejores novelas son aquellas que publica en su primera época, antes de su ruptura con la revolución cubana y de abandonarse a un tipo de escritura eminentemente comercial y oportunista. Esta concepción de la obra de Vargas Llosa asume sin discutirlo nunca que el estilo, la calidad literaria o la literatura en general están al margen de la realidad, au dessus de la mêlé. Pero la literatura, como cualquier otro discurso, está no sólo inserta en la realidad, sino que es un modo de construir, conocer y atravesar esa realidad. Por eso, no hay estilo inocuo ni estética literaria que no esté siempre ya determinada por todas las tensiones del poder: el fondo y la forma son inseparables y están abocados a producir efectos ideológicos.

En América Latina, nadie como Ángel Rama entendió las estrechas conexiones de la literatura con las estructuras de poder, dominación y explotación que constituyen la historia de la región desde la colonia a la formación de los estados modernos. Rama teoriza las relaciones entre escritura y poder a partir de la figura del letrado, una singular versión del intelectual orgánico gramsciano. Para el critico uruguayo, la escritura desempeña un papel fundamental en América Latina, porque desde la conquista en adelante, son sólo una minoría los intelectuales que tienen el privilegio de acceder a la escritura y lo hacen siempre en contraposición a las culturas orales precolombinas y sus particulares formas de entender el lenguaje y la historia. A partir de la independencia y con mayor ímpetu todavía con la llegada de la modernidad, el letrado latinoamericano se transforma en una suerte de mediador entre el Estado y las clases subalternas. El letrado es, por tanto, traductor y representante de las clases subalternas en su proceso de integración a los procesos de modernidad en América Latina. Esta particular singladura está en el corazón, por ejemplo, de toda la literatura indigenista del continente. El escritor indigenista está entre el Estado y las masas de indígenas tratando de imaginarles un lugar en el corazón de la patria tras siglos de invisibilidad, explotación y opresión. Esta importante y ambivalente posición de representantes de "los sin voz" que ocupan los escritores letrados en América Latina es crucial para entender la producción literaria y cultural.
En este sentido, cabe decir que Mario Vargas Llosa es un escritor letrado por definición y, no sólo eso, es un escritor letrado que siempre o casi siempre ha escrito a favor del poder de las clases dominantes, primero en América Latina y más tarde a nivel global. Esta adscripción al poder constituido se puede leer en novelas a priori tan alejadas de la política como La tía Julia y el escribidor (1977). La novela, escrita en clave autobiográfica, cuenta la historia de "Varguitas" un joven escritor latinoamericano que se inicia en la literatura y en el amor con una turgente tía suya, a pesar y contra los valores burgueses de su familia. Pero la novela es también la historia de Pedro Camacho, un “escribidor” boliviano de guiones de radionovela que inicia a “Varguitas” en la escritura. Al cabo de escribir tantos folletines, Camacho acaba volviéndose loco y produciendo un discurso delirante, donde el folletín, la realidad y la ficción se vuelven inoperativos. Por tanto, lo que esta en juego no es sólo la iniciación del joven escritor, sino la autoridad del letrado sobre la cultura popular oral, lo que la novela produce es la distinción entre el escritor letrado con capital simbólico y el escribiente popular sin capital cultural ni legitimidad, el otro abyecto.
Esta obsesión por ejercer y reclamar la autoridad del escritor letrado sobre las clases subalternas aparece en infinidad de novelas de Vargas Llosa y llega a su clímax con la publicación de El Hablador (1987), novela que vuelve a mezclar dos planos narrativos y dos voces, la del hablador y la del escritor letrado. El “hablador” es una figura clave en las culturas indígenas de la amazonía, porque es el encargado de preservar y actualizar la historia de la comunidad, una suerte de archivo oral andante. A medida que avanza la novela la contraposición entre oralidad y escritura se acentúa y se vuelve más violenta, hasta que descubrimos que, en realidad, el “hablador” es, Saúl Zuratas, un compañero de facultad del escritor/narrador. Zuratas, apodado “Mascarita” por una mancha oscura que le cubre la mitad de la cara y por su cabello endiablado y pelirrojo era famoso por su fealdad, era hijo de un judío y una criolla. Así de crudo y poco sofisticado: Zuratas se interesa en las culturas indígenas porque es feo. De hecho, la novela no es más una burda reactualización de la dicotomía civilización y barbarie que inaugura el Facundo del escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento. Los indios, para Vargas Llosa, representan simplemente la barbarie y el atraso. Tal y como expresara con singular brutalidad en un artículo publicado en la revista norteamericana Harper’s: “Questions of Conquest: What Columbus Wrought and What He Did Not”, el precio que debe pagar Perú por el desarrollo y la modernidad es la extinción de sus culturas indígenas, porque éstas no son más que un lastre antimoderno e irracional.
Vargas Llosa, que seguramente es un lector ferviente de “Kafka y sus precursores”, sabe como Borges que todo escritor se inventa su propia genealogía literaria. Por eso, además de desplazar continuamente la oralidad, la cultura popular y el indigenismo, el escritor hispano-peruano, como lo llama El País , también está obsesionado por ejercer su autoridad y desplazar a otros escritores, sobre todo a aquéllos que han puesto su escritura a favor de la revolución y de los excluidos (los otros letrados). La guerra del fin del mundo (1981) es ejemplar en este sentido, porque se trata de una reescritura de la novela Os Sertoes (1902), del escritor brasileño, Euclides da Cunha. Las dos novelas cuentan la historia de Antonio Consejero, una especie de líder religioso-político de Canudos que forma una comunidad que suprime, entre otras cosas, el dinero y el sistema métrico decimal. Los rebeldes de Canudos, los más desposeídos y olvidados del Brasil, se resisten a la dominación del Estado liberal hasta que el ejército les aniquila. Sin embargo, mientras que Euclides da Cunha se esfuerza en intentar comprender Canudos como una forma de "cotrarracionalidad" y resistencia al Estado liberal, Vargas Llosa construye a los rebeldes como obstinados místicos milenaristas y transforma a da Cunha en un periodista ciego. Apoyar la revolución produce ceguera política.
Pero no sólo son da Cunha o García Márquez, ningún escritor inquieta y preocupa tanto a Vargas Llosa como José María Arguedas. Arguedas era quechuahablante y su literatura, al contrario que la de Vargas Llosa, se movió siempre en una tensión entre dos mundos, dos lenguas y dos historias; El Zorro de arriba y el zorro de abajo, como tituló su última novela. Arguedas, como José Carlos Mariátegui aunque de manera diferente, no vio en las culturas indígenas una rémora, sino la posibilidad misma del comunismo incaico, de una sociedad y una modernidad asentadas sobre el comunitarismo y no sobre el genocidio cultural y físico de los indígenas. Si, como Borges imaginó en “La biblioteca de babel”, todo libro tiene su contralibro, sin duda el contralibro de la Ciudad y los Perros (1962)  es Los ríos profundos (1956). Mientras que La ciudad y los perros es el relato iniciático de la burguesía limeña, Los ríos profundos es el relato iniciático de un sujeto cuzqueño radicalmente mestizo y utópicamente bicultural; mientras que la Ciudad y los perros está escrita en el español de la clase media limeña, Los ríos profundos está escrita un español liberado de sus trabas por la sintaxis del quechua; mientras el protagonista de La ciudad y los perros se debate entre sus amores y su solidaridad con “el esclavo”, Ernesto, el protagonista de Los ríos profundos , se identifica con la rebelión de las indias chicheras contra la opresión neocolonial; mientras que Arguedas se pegó dos tiros para firmar su última novela, desesperado por las contradicciones de la modernidad andina, Vargas Llosa gana el premio Nobel de literatura.
A Vargas Llosa le preocupa tanto Arguedas que escribió un panfleto infame, La utopía arcaica, cuya única función es desplazar a Arguedas del canon literario peruano para ponerse él. Los ejemplos podrían multiplicarse, podemos pensar muchas cosas de Vargas Llosa, pero no podemos decir, si somos lectores serios y rigurosos, que su literatura se hizo al margen de las voluntades de los poderosos; podemos pensar que es buena literatura, pero no podemos ignorar que su literatura se construyó sobre el desprecio más absoluto a las clases populares latinoamericanas.
(Para Daniel Noemi, por las conversaciones de literatura latinoamericana hasta altas horas de la madrugada en Toronto y por tantos años de lecturas y aprendizajes compartidos).
Luis Martín-Cabrera es profesor asistente del Departamento de Literatura de la Universidad de California, San Diego.